sábado, 22 de agosto de 2009

Disfrutando a 9.500 pies


Preferí ir con bastante antelación, porque esto es Nicaragua. No hubo problema con mi reserva. La atenta empleada de las aerolíneas La Costeña, una bella negra con rastas y claro origen costeño, comprobó que todo estaba en orden para rellenar mi boleto. Pero todo estaba saliendo demasiado bien hasta entonces. El problemilla del día surgió al pagar en efectivo con los dólares que había cambiado en el aeropuerto de El Altet. Resulta que los billetes de 20 tenían las puntas manchadas de negro y la máquina no los leía. Menos mal que llevaba repuesto, que si no me quedo a medio camino.


La espera se me hizo bastante llevadera. Me di una vuelta por la zona comercial de la terminal internacional, con esas tiendecitas estrechas de dos metros cuadrados en las que no caben dependientas obesas. Buscaba algo parecido al collar de estilo indígena que compré en Masaya hace dos años y que se me rompió a los pocos meses esparciendo cientos de pequeñas bolitas por el suelo de casa. No tuve mucha suerte en el intento, pero compré uno que le daba un aire al anterior.
De vuelta a la terminal de vuelos nacionales, pagué los 40 córdobas de las tasas de vuelo y me dirigí al control de equipajes. Sorprendentemente, llevo una ruta excepcional en este aspecto, no he tenido el más mínimo problema. Por no llevar, no llevo ni cinturón para que no pite al pasar por el arco. El encargado del escáner es un joven agradable, me pregunta si soy español y asiento, me sigue preguntando qué leches hago por esos lares y le cuento que es la cuarta vez que vengo a Nicaragua y que ya es como mi segunda casa. “¿Y no se ha casado todavía con una nicaragüense?”, me sondea el amigo. “Hombre, porque es un poco tarde para esos asuntos, y no creo que mi mujer me dejara”. “Nunca se sabe”, replicó el individuo como advirtiéndome del peligro.

Quedaba más de media hora para la partida, tiempo que pasé entretenido con la lectura de “Corsarios de Levante”, casualmente la primera novela del Capitán Alatriste que me he propuesto leer, aprovechando los ratos muertos en aeropuertos y aeroplanos. Casi sin darme cuenta, la amable costeña ya estaba llamando a los pasajeros con destino a Bluefields, y yo el primero de la fila, por una vez y sin que sirva de precedente.

Al pie de la escalerilla me recibe el comandante: “puede dejar la mochila en la red de atrás si no lleva computadora”, me aconseja. “Llevo computadora y cámaras, y además las voy a usar durante el vuelo”. No hay problema. Subo a la avioneta monomotor que hacía tres años que no cogía, quizá porque en Nicaragua no se “coge”, y por primera vez puedo elegir sitio, así que, atravesando un pasillo imposible, llego a la primera fila y me acomodo en la ventanilla derecha para ver el lago Cocibolca desde los aires. Además tengo la suerte que nadie ocupa el asiento a mi lado y puedo ir ancho y depositar la mochila en él.

Es curiosa la sensación de tener a tiro de colleja a piloto y copiloto sin más separación que el aire. Despegamos puntuales y el avión emplea los primeros veinte minutos en una elevación constante hasta llegar a los 9.500 pies, altura máxima del vuelo. La dirección es Este fijo, lo digo porque veía perfectamente todos los indicadores del cuadro de mandos, aunque la mayoría no tengo ni idea de qué marcan.

El día está relativamente despejado, pero hay bastante bruma, posiblemente debido a la humedad, y no se ve claramente a mucha distancia, pero lo suficiente para divisar a lo largo del recorrido ríos, carreteras, montes, pueblos, fincas, casitas aisladas… Es un vuelo placentero y llegamos a Bluefields en el tiempo previsto de una hora y cinco minutos. Clavao.

1 comentario:

  1. Nada de casarte con nicaragüenses, que con 1 madre ya tengo bastante. ¿No te agobias en ese avión tan diminuto? Si cabréis como mucho 10 personas!

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