domingo, 23 de agosto de 2009

Se abrieron las compuertas del cielo


Quien quiera saber lo que es llover de verdad, debe venir a Bluefields en la estación lluviosa. Después de dos días aquí, era extraño no haberme topado todavía con una tormenta, a pesar de que las previsiones que había visto en internet lo anunciaban con gran seguridad. “Me debo haber traído el buen tiempo”, pensé. Nada más lejos de la realidad.


Esta mañana de domingo se han abierto los cielos de Bluefields. Las compuertas han dejado caer el sobrante de agua y la tormenta tropical se ha dejado ver en su máxima expresión. Es todo un espectáculo: desde lejos se ve llegar la cortina acuática, y conforme se va acercando el ruido comienza a ser ensordecedor, los truenos resuenan en la lejanía y los techos de cinc de las casas de la ciudad amplifican el choque de las gotas.

Ahora mismo, después de un breve respiro, vuelve a caer intensamente. De repente se ha movido un viento en dirección norte que ha arrastrado nuevas nubes hasta el centro de la ciudad. Desde el corredor de la catedral estoy en una magnífica atalaya desde donde contemplar sin mojarme el espectáculo de la lluvia. Parece que se hace de noche y las gotas me salpican de forma liviana empujadas por el viento mientras escribo estas líneas. Espero que mi portátil no se resienta por la humedad, pero es que mi cuerpo agradece mucho el frescor que deja en el ambiente.

El clima de Bluefields corresponde a la clasificación de “Bosque Muy Húmedo Tropical”, y es el más húmedo de Nicaragua. Las precipitaciones aumentan hacia el sur y de tierra adentro hacia la costa. Un estudio reciente calcula el régimen lluvioso entre 2.800 y 4.000 mm anuales, algunos señalan hasta un promedio anual de 4,500 mm, con lluvias durante todo el año pero menos intensas en los primeros meses. Las mayores precipitaciones se dan a mediados de año, entre junio y agosto. Desde luego, aseguro que en agosto llueve lo que no está en los escritos. Hace unas semanas, una serie continua de tormentas causo graves inundaciones en algunos barrios de la ciudad, cuyo relieve es muy bajo y propicio al estancamiento de aguas.

Bluefields, capital costeña de Nicaragua


Bluefields es la capital de la Región Autónoma del Atlántico Sur (RAAS) y la ciudad más importante de la costa atlántica de Nicaragua, aunque ese rango nunca le ha servido para recibir de los sucesivos gobiernos centrales, desde que a finales del siglo XIX Nicaragua se anexionara los territorios de la Mosquitia, el apoyo necesario para que su desarrollo vaya acorde con las necesidades de sus pobladores.


Está situada a 383 kilómetros de Managua, pero curiosamente es imposible ir de un lugar a otro por carretera. De hecho, Bluefields no está conectado por carretera con ningún lugar del mundo. Hace algo así como un siglo que está en proyecto el carril que comunicaría la ciudad con Nueva Guinea, pero los blufileños están cansados de promesas rotas y pocos son los que confían en que algún día se haga realidad.

Sólo hay dos formas de viajar desde aquí hasta la capital. La primera se limita a un escaso porcentaje de habitantes con recursos económicos digamos más desahogados, y es utilizar el avión de la compañía La Costeña que cada día une las dos ciudades con cuatro vuelos, a un precio ida y vuelta de 126 dólares, algo más que el salario mensual medio de un nica. Hay dos tipos de aviones, el Short SD360, bimotor y con capacidad para unos 30 pasajeros, y el Cessna Grand Caravan, con un solo motor y apto para 12 pasajeros, precisamente con el que volé en esta ocasión.

La segunda opción y, por supuesto, la mayoritariamente elegida por su menor precio, se realiza en dos fases. Primero, la fluvial, a bordo de planeadoras de pasajeros que conectan Blufields con la ciudad de El Rama a través de los bellos meandros del río Escondido.

Una vez desembarcados, un autobús nos trasladará a lo largo de 292 kilómetros hasta la capital en un viaje que supone un auténtico estudio antropológico de la cultura nicaragüense y que te permite convivir durante unas horas con pasajeros de muy diversos pueblos y ciudades, también con vendedores ambulantes que en cada parada suben al bus, y podrás sorprenderte con los variados puestos de todo tipo de productos que jalonan las paradas en cada pueblo.

Según las estadísticas oficiales, Bluefields tiene unos 44.000 habitantes, de los cuales alrededor de 42.000 viven en la ciudad y unos 2.000 en las comunidades campesinas. Estas cifras probablemente tengan poco que ver con la realidad, porque sin duda son muchísimas más las personas que viven en las comunidades de su vasto término municipal, pero que por la dificultad de censarlas no aparecen en las cifras oficiales.

sábado, 22 de agosto de 2009

Disfrutando a 9.500 pies


Preferí ir con bastante antelación, porque esto es Nicaragua. No hubo problema con mi reserva. La atenta empleada de las aerolíneas La Costeña, una bella negra con rastas y claro origen costeño, comprobó que todo estaba en orden para rellenar mi boleto. Pero todo estaba saliendo demasiado bien hasta entonces. El problemilla del día surgió al pagar en efectivo con los dólares que había cambiado en el aeropuerto de El Altet. Resulta que los billetes de 20 tenían las puntas manchadas de negro y la máquina no los leía. Menos mal que llevaba repuesto, que si no me quedo a medio camino.


La espera se me hizo bastante llevadera. Me di una vuelta por la zona comercial de la terminal internacional, con esas tiendecitas estrechas de dos metros cuadrados en las que no caben dependientas obesas. Buscaba algo parecido al collar de estilo indígena que compré en Masaya hace dos años y que se me rompió a los pocos meses esparciendo cientos de pequeñas bolitas por el suelo de casa. No tuve mucha suerte en el intento, pero compré uno que le daba un aire al anterior.
De vuelta a la terminal de vuelos nacionales, pagué los 40 córdobas de las tasas de vuelo y me dirigí al control de equipajes. Sorprendentemente, llevo una ruta excepcional en este aspecto, no he tenido el más mínimo problema. Por no llevar, no llevo ni cinturón para que no pite al pasar por el arco. El encargado del escáner es un joven agradable, me pregunta si soy español y asiento, me sigue preguntando qué leches hago por esos lares y le cuento que es la cuarta vez que vengo a Nicaragua y que ya es como mi segunda casa. “¿Y no se ha casado todavía con una nicaragüense?”, me sondea el amigo. “Hombre, porque es un poco tarde para esos asuntos, y no creo que mi mujer me dejara”. “Nunca se sabe”, replicó el individuo como advirtiéndome del peligro.

Quedaba más de media hora para la partida, tiempo que pasé entretenido con la lectura de “Corsarios de Levante”, casualmente la primera novela del Capitán Alatriste que me he propuesto leer, aprovechando los ratos muertos en aeropuertos y aeroplanos. Casi sin darme cuenta, la amable costeña ya estaba llamando a los pasajeros con destino a Bluefields, y yo el primero de la fila, por una vez y sin que sirva de precedente.

Al pie de la escalerilla me recibe el comandante: “puede dejar la mochila en la red de atrás si no lleva computadora”, me aconseja. “Llevo computadora y cámaras, y además las voy a usar durante el vuelo”. No hay problema. Subo a la avioneta monomotor que hacía tres años que no cogía, quizá porque en Nicaragua no se “coge”, y por primera vez puedo elegir sitio, así que, atravesando un pasillo imposible, llego a la primera fila y me acomodo en la ventanilla derecha para ver el lago Cocibolca desde los aires. Además tengo la suerte que nadie ocupa el asiento a mi lado y puedo ir ancho y depositar la mochila en él.

Es curiosa la sensación de tener a tiro de colleja a piloto y copiloto sin más separación que el aire. Despegamos puntuales y el avión emplea los primeros veinte minutos en una elevación constante hasta llegar a los 9.500 pies, altura máxima del vuelo. La dirección es Este fijo, lo digo porque veía perfectamente todos los indicadores del cuadro de mandos, aunque la mayoría no tengo ni idea de qué marcan.

El día está relativamente despejado, pero hay bastante bruma, posiblemente debido a la humedad, y no se ve claramente a mucha distancia, pero lo suficiente para divisar a lo largo del recorrido ríos, carreteras, montes, pueblos, fincas, casitas aisladas… Es un vuelo placentero y llegamos a Bluefields en el tiempo previsto de una hora y cinco minutos. Clavao.

Preparado para lo que me echen


¡Qué bien sienta dormir con sueño aunque tu cuerpo no detecte la noche! Son cosas del jet-lag. A las 22:00 hora local mis huesos están ya a las seis de la mañana en España, casi al borde del suave amanecer mediterráneo. Sin embargo, en Managua es buena hora para echar un sueño, y mucho más en un hotel muy agradable, con muchos jardines y servicios verdaderamente interesantes. No he tenido tiempo ni ganas de darme un baño en la piscina, preferí arrastrar mis reales por el bar del hotel conectado a internet y con un Flor de Caña 12 años entre pecho y espalda.


Me costó un poco coger el sueño, pero no tardé demasiado en caer en los brazos de Morfeo, el cansancio podía más que otras circunstancias adversas. Debí dormir como un bendito, pero al repuntar las cuatro de la madrugada mi sistema digestivo me avisaba de que había consumado ya tres digestiones en un día y que ya estaba bien de apreturas. Así que llegó el primero de la mañana, que suena a programa de radio pero huele ligeramente peor.

Todavía hubo tiempo para mucho, porque este pedaso de cuerpo no estaba por la labor de reanudar el contacto morféico, no en vano en casa eran ya las doce del mediodía. Me repasé los ochenta y tantos canales de televisión del hotel, y esa labor debió llevarme un buen rato que no acerté a controlar. Zapeando, zapeando pude ver de pasada docenas de canales de películas –sobre todo americanos-, unos cuantos de deportes, de dibujos animados, de teletienda, de telenovelas (¡cómo no!)… En el que más duré fue en la repetición de un partido del Flamengo en la Copa Libertadores del año 1999 contra ya no recuerdo quién… Creo que Independiente. O quizá no. A esas horas, vaya usted a saber.

Así que hastiado de pulsar el botón “cannel +” decidí apagar la caja tonta e intentar acomodarme en el lecho de cuerpo y medio (o queen size como dicen en América) en busca de un rato de desconexión que, no sin mucho rogar, al final llegó aunque poco prolongado, por lo que recuerdo. Y acabé mi estancia en la cama derecha de la 211 del hotel Camino Real navegando por internet con mi netbook (¡qué gran invento este pequeño armatoste!), revisando mi buzón de correo y la página del Marca. Me enteré que la primera eliminatoria de la antigua UEFA va bien para nuestros equipos, ya que ganaron Athletic, Valencia y Villarreal. Por cierto, en Información llevo dos días sin ver artículos en Baix Vinalopó. ¡María José, que ya se han acabado tus vacaciones y no sé nada de Santa Pola!

La ducha fue verdaderamente reparadora, un gustazo de agua en un espacio amplio y bien protegido por la mampara, con una buena presión de chorro, como debe ser. Aún recuerdo sin cariño los tiempos de la maltrecha ducha de la casa cural de San Mateo, donde un fino hilo de agua era lo máximo a lo que podía aspirar para remojar cuerpo y, sobre todo, la pelambrera que en esas circunstancias pensaba seriamente en cortarme al cero.

Otro buen recuerdo del Camino Real fue el desayuno en su excepcional buffet. Una amplia selección de frutas tropicales: papaya, piña, sandía, una especie de melón anaranjado que no recuerdo cómo se llama… Jugos naturales, que no frescos con agua, de varias especies, con su pulpa detectable al paladar (¡exquisito el de papaya!), el consabido gallopinto (muy bueno, por cierto), revuelto de tortilla con taquitos de jamón, un beicon bien tostadito (como a mí me gusta), salchichas, algo de carne y varias opciones más que ya no recuerdo.

Lo que sí recuerdo es la panzada de comer que me metí a las siete y media de la mañana, toda una heroicidad teniendo en cuenta mi escaso apetito matutino, pero es que… ¡mi estómago seguía pensando que eran las tres de la tarde!

Todavía me dio tiempo a grabar con la webcam una panorámica de los jardines y la piscina del hotel y mandar el vídeo al correo de Mar, por eso de darles un poco de goleta. La verdad es que la mañana se presentaba espléndida y había que aprovechar cada momento. A las 8:30 liquidé mi cuenta en recepción y amablemente me llevaron hasta la terminal nacional del aeropuerto Augusto C. Sandino, donde debía subir al avión que me llevaría a Bluefields a eso de las diez.

Por fin en Managua


Era noche cerrada cuando aterrizamos en el aeropuerto internacional Augusto C. Sandino de la capital nicaragüense. Vuelo tranquilo, aterrizaje perfecto y el aire acondicionado haciendo estragos, tengo ya ganas de salir de este avión helado por dentro y sentir el aire de verdad, ese que respiras sin que te duela.


A estas horas ya hay poca actividad en la terminal, pasamos el control de pasaportes y allí me esperaba un empleado del hotel Camino Real para trasladarme hasta mis aposentos. El Camino Real es absolutamente recomendable. Está a tres minutos en carro del aeropuerto y tiene todas las comodidades del un hotel de alta categoría, una excelente atención por parte de su personal y además un ambiente tropical enriquecido por sus frondosos jardines. Después de haber pasado por varios hoteles durante estos años, creo que definitivamente nos quedamos con éste por su más que buena relación calidad-precio.

Como en Managua no hay mucho que ver, no importa que esté algo alejado del centro, además es sólo un refugio para pasar la noche y volver al aeropuerto. La habitación 211 me recibe con un ambiente fresco pero no frío, con una esperanza de ducha en cuestión de minutos y con una invitación para degustar un trago típico en la cafetería del lobby del hotel.

Ángeles de la Guarda en Miami


Un año de estos me gustaría quedarme en Miami unos días y conocer la ciudad y su entorno, que desde el aire parecen bellísimos. Lo único que en cuatro años he conseguido ver es la ciudad de noche, las veces que hemos hecho escala nocturna porque el enlace a Managua era físicamente imposible.


Lo mejor de Miami son nuestros ángeles de la guarda. Me refiero a la Miami Dade Police, los policías del aeropuerto que ya son como de la familia. Y no es una frase hecha, que también. Pero es que son abundantes los agentes López en este cuerpo, todos ellos de origen cubano. Es el caso del sargento Jorge López, de quien por casualidad José Miguel se hizo amigo en su primer viaje y desde entonces cuida de nosotros cada vez que llegamos al aeropuerto de la Florida.

Al desembarcar del avión me esperaba otro López, esta vez Eugenio, a quien ya conocía de viajes anteriores. Su ayuda fue impagable, porque me evitó las largas colas en inmigración y aduanas llevándome casi de la mano por los distintos controles, ganando así un tiempo precioso, ya que a las 18:15 partía el vuelo a Managua y, en condiciones normales, iría muy, muy apretado de tiempo.

Cubierto el trámite de la entrada oficial en EEUU, nos encontramos ya con Jorge, vestido de paisano con una de sus típicas camisas que parecen sacadas del vestuario de la serie Miami Vice. La verdad es que le sientan bien y le dan un estilo caribeño. Tras el efusivo saludo y las preguntas de rigor sobre la vida, la familia, los amigos, el trabajo y todo lo que sueles decir en estos casos, pasamos por los mostradores de American Airlines para conseguir mi tarjeta de embarque. No hace falta que diga que me salté la cola, pues Eugenio conocía a una de las empleadas de AA que, amablemente, gestionó con rapidez la petición.

Pues fue tan rápido el trámite que en otras condiciones duraría más de una hora, que nos dio tiempo a tomar un buen café cubano en animada tertulia con varios agentes, todos ellos de origen hispano. Para los amantes del café, el llamado cubano es una delicia y una bomba. Se prepara muy cargado y se sirve en pequeños vasitos del tamaño de un dedal. Con que te tomes dos ya vas servido de cafeína para un buen rato. Delicioso.

Pasó rápido el tiempo con la conversación amena. Jorge me anunció que en septiembre viajaría de vacaciones con su esposa María a España, y que pasaría por Santa Pola para visitar a José Miguel y poder compartir un rato algo más largo que el que nos permitía esta escala. Como anécdota de este momento, le hice entrega de un peluche de la mascota del Campeonato del Mundo de Fórmula Windsurfing que Santa Pola organiza el mes que viene, el simpático “Wind” que despertó la sonrisa del resto de compañeros.

A eso de las cinco y cuarto llegó el momento de la despedida, pues debía embarcar al vuelo a Managua, quedando en volver a vernos a la vuelta el próximo 30 de agosto. Eugenio volvió a acompañarme para pasar el control de equipajes y me dejó sano y salvo en la puerta D37 donde esperaría el acceso al avión. Intenté recompensarle modestamente con un llavero de “Wind”, insignificante como regalo, pero con un valor sentimental importante para los santapoleros por eso del mundial.

Una vez sentado en la puerta de embarque, no quedó más remedio que esperar más de media hora de retraso para acceder al avión, que en esta ocasión iba bastante vacío, lo suficiente como para elegir asiento de ventanilla sin molestar a nadie. En dos horas y media estaría por fin en Managua y respiraría ese ambiente húmedo y ese olor a madera quemada que lo caracteriza.

Nueve horas dan para mucho

Nueve horas había por delante mientras cruzábamos el charco a 11.000 metros de altura y con una temperatura inferior a los 50 grados bajo cero. ¡Como para asomar el brazo por la ventanilla para que te dé el fresco! Aunque casi ni hace falta, porque el aire acondicionado está tan fuerte en estos aviones que acabas resfriado, en serio. He llegado a pensar que la gripe A, más que transmitirse de humano a humano, te ataca directamente en el avión.


Y claro, cuando viajas en pleno agosto desde el calor de la Costa Blanca hasta el calor cercano al trópico, lo último que se te ocurre es llevarte ropa de abrigo. Pues no quedó más remedio que echar mano de la mantita de dormir que te ponen en el asiento junto al cojín y echártela por encima, porque la sensación de frío llegaba a ser intensa.

Este vuelo hay que tomárselo con tranquilidad, no debes desesperar al paso lento de las horas, así que mejor ni fijarse en la hora. Así lo hacía el adolescente alemán que tenía a mi lado, junto a sus padres. En nueve horas el tío no paró un solo momento de demostrar estar enganchadísimo a los videojuegos: primero con los jueguecitos del móvil, luego con la PSP que llevaba en la mochila, más tarde con el comecocos del mp3, y vuelta a empezar. El menda comía deprisa y corriendo, como si le fuese la vida en ello, con tal de acabar pronto y seguir jugando. ¡Qué crack!

En la parte positiva de la balanza, tuve tiempo por fin de sumergirme profundamente en la lectura de las aventuras del Capitán Alatriste y sus amigos contra los herejes: “¡Santiago!... ¡Cierra España!”. Llevaba demasiado tiempo sin poder devorar una novela y lo echaba de menos. Más cien páginas fueron cayendo entre intento de siestecilla, película, comida y paseíllo hasta el aseo. Por cierto, en este vuelo de Iberia disfruté de la mejor comida que he degustado jamás en un avión. Sin rayar en lo exquisito, pero el menú estaba muy decente. Un aplauso para ellos.

Poco más apetece contar de esta parte del viaje, solamente que aterrizamos en la bella Miami a las cuatro de la tarde hora local, seis horas más en la península.

La tecuatro

Me aguardan casi cuatro horas y media en el aeropuerto de Barajas. A las doce en punto, si todo va bien, despegará el vuelo de Iberia con destino a Miami, donde haré escala hasta acabar con mis huesos en la capital nica. Hay tiempo de sobra para dirigirme a la T4, de donde parten los vuelos internacionales de las Líneas Aéreas de España. La tecuatro es como una pequeña ciudad en sí, con su gente, sus servicios, sus fallos… Hace sólo unos días se quemó un generador eléctrico que dejó la terminal sin luz. ¡Toca madera!


Lo primero que hago es buscar la tienda de la prensa, debo avituallarme convenientemente para un largo viaje y voy a necesitar lectura variada. Ya llevo de serie un libro, “Corsarios de Levante”, de Arturo Pérez Reverte, que será mi fiel compañero durante la expedición. Una de las actividades que más me gusta es mirar estanterías con libros o revistas y emprender la dura faena de decidir qué te compras. Finalmente me decido por la edición mensual del “Muy Interesante”, un cuaderno de autodefinidos para ejercitar la mente y matar el gusanillo y, por supuesto, el “Marca”.

Con un zumo de piña y sentado en una de las cafeterías de la tecuatro comienzo a revisar los comentarios de los partidos del día anterior: la victoria del Madrid ante el Borussia Dortmund (0-5), la derrota del Barça en el Trofeo Joan Gamper (0-1 ante el Manchester City con el debut del sueco Ibrahimovic), también el Atlético de Madrid encarrila la Champions League con su victoria en el infierno griego (2-3 en Atenas)… Y la esperanza de que esta noche el extraterrestre Usain Bolt pulverice el récord del mundo de los 200 metros.

Pasarían un par de horas, un bocata de jamón y queso, varios autodefinidos completados exitosamente y una llamada telefónica a Pepi para anunciarle mi arribada a Madrid hasta que llegué a la última puerta de embarque de la tecuatro, la U74, en cuyo monitor se anunciaba el vuelo IB 6123 con destino a Miami con salida a las 12:00 AM. El embarque se realizó a su hora y volvió a tocarme pasillo. Al menos era el asiento del extremo y no tenía que molestar a nadie para levantarme. Además, tenía el monitor de televisión sólo un asiento por delante y se veía perfectamente.

Pero el tiempo pasaba y aquello no se movía. Extraño, pensé. Un buen rato después, el comandante avisaba por la megafonía que el vuelo sufriría retraso porque faltaba un pasajero por incorporarse (supongo que su vuelo de enlace vendría también con retraso) y ahora debíamos esperar nuevo turno para utilizar la pista de despegue. Total, que las dos horas y tres cuartos de escala en Miami se iban a ver reducidas. ¿Llegaremos a tiempo para enlazar a Managua?

De repente, en la pantalla apareció nuestro avión en vivo y en directo, con una cámara instalada en lo alto de la cola que nos permitía divisar prácticamente la totalidad del aeroplano desde atrás. Se veía todavía cargar bultos en la bodega y nada parecía anunciar movimiento. Finalmente, con casi 45 minutos de retraso, empezamos a notar que el avión se movía. Es más, lo veíamos en la imagen en directo que nos permitió contemplar el despegue desde una perspectiva que jamás había tenido ocasión de conocer.

Empieza un viaje de 24 horas

A las cinco menos cuarto de la madrugada llegaba a la terminal 2 del aeropuerto de El Altet. Confieso que, ante lo intempestivo de la hora, esperaba tranquilidad. Nada más lejos de la realidad. Cientos de pasajeros se apostaban en cola frente a los mostradores de las compañías aéreas (en especial las de bajo coste) para facturar sus equipajes, la mayoría de ellos guiris. Claro, ¿qué te puedes esperar en pleno agosto?


No tardó mucho en llegar mi turno en el mostrador de Iberia. Mi única maleta iba bien de peso, este viaje es más liviano que los anteriores en cuanto a transporte. Aunque en la escala en Miami cambiaríamos de compañía cogiendo un vuelo de American Airlines, la maleta la facturaron hasta destino en Managua. Esperemos que no falle el enlace, porque encontrarse uno a más de 10.000 kilómetros de casa sin su equipaje debe ser poco agradable.

A las cinco de la mañana pocas tiendas encuentras abiertas en el duty free del aeropuerto, pero siempre se puede tomar un café, a pesar de que el café en estos espacios es de lo peor que se puede tomar por estos lares. Pero bueno, un cortadito y una caña de crema aliviarán el estómago hasta la hora del almuerzo.

La salida, prevista a las 6:30, se realizó con puntualidad. Aunque siempre prefiero ventanilla, en esta ocasión me toca pasillo. Coincido en mi fila de asientos con una joven pareja que se va de vacaciones a Bruselas, simpaticotes ellos y con ganas de charla. No queriendo importunarme, me preguntan dónde voy y cuando les cuento que el destino es Managua, obviamente comprenden que no voy de turismo y surge la historia de Icnelia, que ambos escuchan de buen grado.

Tras una hora de vuelo sin problemas mientras la línea del horizonte daba a luz, arribamos a Madrid-Barajas. Me despido de mis compañeros de viaje y nos deseamos suerte mutua en nuestras aventuras. Curiosamente, hoy se cumple un año de la tragedia del vuelo de Spanair JK5022. Un día para recordar en homenaje a las víctimas.

viernes, 21 de agosto de 2009

Despedida en la madrugada



Jueves, 20 de agosto. Año del señor de dos mil nueve.

La despedida que me ha brindado el agosto santapolero no ha podido ser más “calurosa” en el más estricto sentido de la palabra. Lo cierto es que la noche de anoche ha sido una de esas cuatro o cinco de cada verano en las que dormir se hace complicado porque, a pesar de mantener ventanas abiertas y persianas hasta arriba, la brisa marina se ha ido de vacaciones a otros pagos.
Después de un día intenso de preparativos de última hora para un viaje que nació casi sin pasar por el embarazo, directamente de la gestación al parto, a última hora de la tarde me sentía extenuado por el desgaste de mis maltrechas caderas que ya no aguantan muchas bromas. Sin embargo, esta vez la ducha reparadora nocturna me sentó muy bien y ahora agradezco haber optado por cenar ese refrescante gazpacho, dada la temperatura y el grado de humedad que iba a encontrar en el dormitorio.
Antes que el reloj del castillo marcara la medianoche ya me disponía a relajar mis huesos sobre el lecho. Al primer toque me enteré de la goleada del Madrid en Dortmund (un 0-5 no se ve todos los días, y menos en Alemania), de la victoria del Atleti en Grecia y de la derrota del Barça en el Gamper. La noche prometía.
Ya con Pepi a mi lado, haciendo gala de esa alta temperatura corporal que le caracteriza, avanzaban los minutos sin que fuera capaz de conciliar el sueño. Esa inquietud que a uno le entra antes de emprender un viaje, unido a la expectativa de un madrugón de escándalo y a la tórrida climatología, no me dejaba dormir, de hecho ya no sabía qué postura coger. Para más inri, los ruidos eran continuos: el vocerío de quienes se retiran tras una noche de farra, el maldito camión de la basura que no entiende de silenciadores, una pareja de gatos que parecían llevarse como el perro y el gato…
Y en eso, el despertador: las cuatro menos diez. Hora de levantarse. A las 4:30 llegará el taxi de Rico para acercarme a El Altet y hay que dejar el cuerpo preparado para un día largo, larguísimo. Aliviado de peso extra, bien afeitadito y perfumado, llega el momento de la despedida. A Mar la busco en el dormitorio del fondo, acostada al revés, abriendo perezosa un ojo y comprobando que llegó el momento de la partida de papá, lo que la convierte en los próximos once días en mi sustituta al mando de la casa en apoyo de su madre. ¡Qué mayor y qué guapa está la puñetera!
Aún no son y media y el taxi espera aparcado en la plaza. Es el momento de la despedida y del abrazo largo e intenso, como si quisiéramos acumular once días de cariño. “¡Prométeme que te lo pasarás bien!”, me dice a modo de despedida. Por supuesto que lo voy a pasar bien. Ni lo dudes.